martes, 14 de junio de 2011

Israel

*Nombre dado a Jacob a su retorno de Mesopotamia, cuando hubo cruzado el torrente Jaboc, y después de su lucha con el ángel en Peniel (Gn. 32:22-32). Significa: «luchador con Dios»
"Y el varón le dijo: ¿Cuál es tu nombre? Y él respondió: Jacob.
Y el varón le dijo: No se dirá más tu nombre Jacob,sino Israel;porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido." Génesis 32.28

*Se da este nombre al conjunto de los descendientes de Jacob a través de toda la historia. Asumieron el nombre que le había sido dado a su padre todavía en vida de él (Gn. 34:7).
Este nombre se usa frecuentemente en la peregrinación en el desierto (Éx. 32:4; Dt. 4:1; 27:9), pero se dice también «hijos de Israel». Hasta la muerte de Saúl, estas dos expresiones, «Israel» e «hijos de Israel», tomadas en un sentido nacional, englobaban el conjunto de los hebreos, sin distinción de tribus. Pero había diversas causas, en particular las geográficas, que tendían ya a separar Judá del resto de Israel. La distinción estaba ya reconocida antes de que se efectuara la distinción entre los dos reinos (1 S. 1:8; 17:52; 18:16). (
véase JUDÁ.) En tanto que se mantuvo la monarquía unida, se mantuvo el uso del término general de «Israel» (1 R. 11:42). En el paralelismo típico de la poesía hebrea, el nombre de Israel, situado en un segundo versículo, se corresponde frecuentemente con el nombre de Jacob figurando en un primer versículo (Nm. 23:7, 10, 21; 24:5; Sal. 14:7). Después del exilio, la expresión «Israel» se refiere frecuentemente a las diversas tribus representadas en Jerusalén por el retorno de residuos de ellas (Esd. 9:1; 10:5; Neh. 9:2; 11:3; cfr. 2 Cr. 30:5-11).
Sin embargo, a partir de la escisión de Israel en dos reinos, el nombre de Israel se refiere a las diez tribus conformando el reino del norte que se independizó de la casa de David. Ya en tiempos de David hubo una escisión, a la muerte de Saúl. Las tribus del norte y del este proclamaron rey a Is-boset, hijo de Saúl, en tanto que la tribu de Judá daba su adhesión a David. Desde entonces, se da frecuentemente el nombre de «Israel» a las diez tribus. Is-boset reinó dos años, pero fue asesinado. Sin embargo, pasaron siete años más antes de que el conjunto de Israel ofreciera su lealtad a David (2 S. 2:10, 11; 5:1-5). La corriente de rivalidades persistió de tal manera que, a la muerte de Salomón, la nación quedó dividida de una manera definitiva. Diez tribus siguieron a Jeroboam en tanto que la tribu de Judá quedaba fiel a la casa de David. En cuanto a la tribu de Simeón, ésta tenía su heredad «en medio de la heredad de los hijos de Judá» (Jos. 19:1). Las diez tribus que se separaron de las dinastía davídica fueron: Rubén, Gad, la media tribu de Manasés, situadas al este del Jordán, y al oeste de este río la otra media tribu de Manasés, Efraín, Isacar, Zabulón, Neftalí, Aser, Dan, y, en último término Benjamín, de la que una parte de territorio con sus principales localidades de Bet-el, Gilgal y Jericó pertenecían al reino del norte.
Las causas de este cisma nacional fueron las siguientes:
(A) El derecho de primogenitura conferido a José (1 Cr. 5:1) y los antiguos celos entre las dos poderosas tribus de Efraín y de Judá. Esta rivalidad había llevado a una ruptura temporal en el reino, después de la muerte de Saúl. Las divergencias volvieron a evidenciarse después de la derrota de Absalón, porque Judá fue la primera tribu en dar la bienvenida al rey cuando éste volvió (2 S. 19:15, 40-43). Al embellecer Jerusalén de una manera suntuosa, Salomón dio pie a un renacimiento de los celos entre Judá y el norte, que condujo a la separación definitiva a la muerte del rey.
(B) El lujo desmesurado del soberano excitó el descontento. El pueblo gemía bajo pesadas cargas. Para sostener el esplendor de su corte, así como para la ejecución de grandes obras públicas, Salomón multiplicó los impuestos y aplicó un régimen de levas obligatorias (1 R. 4:22, 23, 26; 5:13-16).
(C) La idolatría, favorecida por los matrimonios con mujeres extranjeras (1 R. 11:1-13). La corrupción de las costumbres, alentada sutilmente por los adeptos de los falsos cultos, se infiltró por todas las clases de la sociedad. Al debilitarse la lealtad a la religión de Jehová, quedó destruido el principal factor conducente a la unidad.
(D) La insensatez de que hizo gala Roboam, al rehusar conceder al pueblo sus razonables demandas de aligeración de impuestos. La dureza real favoreció las tendencias a la desintegración, y precipitó la secesión (1 R. 12:3-5, 12-16).
El reino del norte, con sus diez tribus, tenía el doble de habitantes que Judá, y casi tres veces más extensión. Pero su situación estaba más expuesta a las invasiones, y tenía una posición menos defendible que Judá. Además, el reino del norte era una nación apóstata, y el abandono de Dios mina inexorablemente la estabilidad de los estados. En el reino del norte (Israel) el nivel era sumamente bajo, y los mejores elementos de su población renunciaron a seguir las prácticas de una religión falsa: los sacerdotes y levitas emigraron al reino de Judá (2 Cr. 11:13, 14). Siquem fue al principio la capital del reino del norte; después Tirsa; Omri fundó Samaria e hizo de ella su capital (1 R. 12:25; 14:17; 15:21; 16:23, 24). Jeroboam, primer rey de Israel del norte, temía que su pueblo, al ir a Jerusalén a adorar a Dios, se volviera al soberano de la legítima dinastía. Por esta razón erigió dos santuarios, uno en Dan, en el limite norte, y el otro en Bet-el, al sur del reino. En cada una de estas localidades, Jeroboam erigió un becerro de oro, que unió al culto de Jehová (1 R. 12:26-32). Dios hizo proclamar su juicio sobre Jeroboam y sus descendientes, a causa de esta apostasía parcial. Nadab, hijo y sucesor de Jeroboam, fue muerto por Baasa en su segundo año de reinado, y toda la descendencia de Jeroboam fue aniquilada (1 R. 15:25-31). Fueron diecinueve los reyes que se sucedieron en el trono del reino de Israel. (
véase CRONOLOGÍA.) El conjunto de sus reinados abarca 210 años; siete de estos reyes no reinaron más que dos años o menos; ocho de ellos fueron muertos o se suicidaron, pasando la corona a otras familias. Sólo en dos casos hubo cuatro miembros de la misma familia que se sucedieron en el poder real. Ninguno de estos soberanos hizo desaparecer los becerros de Bet-el y de Dan. Acab, influenciado por su mujer, la perversa e idolátrica Jezabel, llevó la apostasía a su punto más profundo, al reemplazar la adoración cismática a Jehová por el culto a Baal. Pero Dios suscitó en esta época a profetas que lucharon incesantemente, con riesgo de sus vidas, por el mantenimiento del culto a Jehová. Los más señalados fueron Elías y Eliseo. Después de la supresión del culto a Baal hubo otros profetas, particularmente Oseas y Amós, que se esforzaron en trabajar para el saneamiento moral de la nación.
Hubo numerosas guerras entre Israel y Judá. Los dos reinos solamente se aliaron cuando la dinastía de Omri ocupaba el trono de Israel; Joram, el primogénito de Josafat rey de Judá, se casó con Atalía, hija de Acab rey de Israel. La ascensión de Siria, cuya capital vino a ser Damasco, influenció de manera necesaria la política del reino de Israel, su vecino inmediato. Los dos estados guerrearon con frecuencia, pero se aliaron contra los asirios en la época de Acab. 120 años después, Siria y el reino de Israel se aliaron con el propósito de tomar Jerusalén. Acaz, rey de Judá, se atemorizó ante la perspectiva de poder perder el reino, e incluso la vida. Sin querer confiar en Jehová ni oír las exhortaciones de Isaías, no dudó en pedir socorro a Tiglat-pileser, rey de Asiria, al precio de su propia independencia. Judá tuvo que acceder a pagar un tributo anual a Asiria, y Acaz tuvo que someterse a Tiglat-pileser (2 R. 16:8-10). Este último liberó a Judá de los invasores, saqueó Israel, batió a los filisteos, puso sitio a Damasco, de la que se apoderó, y dio muerte a Rezín. El rey de Asiria deportó a los habitantes de Neftalí y a los israelitas establecidos al este del Jordán; participó en el asesinato de Peka, o lo ordenó, poniendo a Oseas en el trono del reino de Israel, hacia el año 730 a.C. Después de la muerte de Tiglat-pileser, Oseas se rebeló contra Asiria. Los ejércitos asirios volvieron a invadir el reino de Israel. En el año 722 a.C. cayó Samaria, y una gran cantidad de sus habitantes fueron llevados al cautiverio a Asiria. (Véanse CAUTIVERIO, SARGÓN.) Vinieron colonos de cinco distritos asirios a habitar en los lugares que los israelitas deportados se habían visto obligados a abandonar. Estos extranjeros, que se mezclaron con aquellos israelitas de la Palestina central que habían escapado a la deportación, dieron lugar al pueblo samaritano.
La deportación de los israelitas fue la retribución de sus pecados contra Jehová, a quien habían abandonado; se habían entregado a la adoración de dioses falsos y a seguir las costumbres de naciones paganas, influenciados por sus malvados reyes (2 R. 17:7, 8). Los israelitas, caídos en la infidelidad, habían quebrantado el pacto de Dios (2 R. 17:15; cfr. Éx. 20:22; Os. 6:7; 8:1) y menospreciado sus leyes. Su apostasía se manifestó de dos maneras: adoptaron las costumbres de las naciones rechazadas por el Señor (2 R. 17:8, 15, 17; cfr. Is. 2:13; 4:2, 11, 15; Am. 2:6-9); después se entregaron al culto de los becerros de oro, instituido por los reyes de Israel, y a la idolatría general que vino como consecuencia (2 R. 17:8, 16; Os. 8:4-6; 10:5, 8; 13:2-4). Continuaron pecando, por mucho que Dios les advirtiera mediante tribulaciones y dramáticas intervenciones (2 R. 17:13; Os. 12:10; Am. 2:9-11; 4:6-13). Su pecado provocó el cisma, el envilecimiento, el juicio. Separados de la tribu de Judá, y debilitados por ello, fueron vencidos por sus enemigos. La idolatría, la intemperancia, las disoluciones, provocaron la desmoralización de sus hombres, quitándoles la voluntad de resistir. Al carecer de carácter, de ideal moral, los soldados del Israel del norte no eran mejores que los guerreros egipcios, asirios y babilónicos.

Vocación y destino profético de Israel.
1. La vocación de Israel es la de ser el pueblo elegido, suscitado después de la triple tragedia de la caída en Edén, del Diluvio y de Babel (Gn. 2-11) para aportar al mundo la Revelación divina y el Salvador prometido. Al llamar a Abraham, Dios le promete:
(a) que él poseerá para siempre un país, Palestina,
(b) que sus descendientes serán una nación particularmente privilegiada,
(c) que ellos vendrán a ser el canal de una bendición universal (Gn. 12:1-3).
La alianza ofrecida a Abraham (Gn. 15:18; 17:3-8; 22:16-18) queda solemnemente confirmada a todo el pueblo de Israel reunido en el Sinaí (Éx. 19:4-6; 24:7-11).
Pablo resume en estos términos las insignes gracias otorgadas al pueblo elegido: A ellos pertenecen «la adopción, la gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas; de quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos» (Ro. 9:4-5). Nunca podremos mostrar un suficiente reconocimiento a Israel por habernos dado las dos partes de nuestra Biblia, y por encima de todo el conocimiento del verdadero Dios y nuestro Salvador Jesucristo, pues, no se debe olvidar que «la salvación viene de los judíos» (Jn. 4:22).
2. La deportación, el retorno del exilio, la crucifixión del Mesías y la dispersión mundial de Israel. El rechazamiento de la teocracia, la desobediencia al Señor y la idolatría atrajeron el juicio sobre la nación, su pérdida de independencia nacional y la deportación para las diez tribus a Asiria, y para Judá a Babilonia (2 R. 17:1-23; 2 Cr. 36:14-21). Las diez tribus se quedaron en la dispersión, en tanto que después de 70 años una parte minoritaria de Judá volvió a Jerusalén (cfr. Esdras y Nehemías). Se emprendió la reconstrucción del templo, y la comunidad judía fue reconstituida, pero el pueblo ya jamás reencontró su unidad y el «trono de David» no fue ya restaurado. Sin embargo, a través de las pruebas del cautiverio, los judíos quedaron liberados de su tendencia hacia la idolatría y se aferraron como nunca lo hubieran hecho a la fe monoteísta. Es entre ellos que pudo nacer el Mesías. Reconocido y aceptado por el remanente, por aquellos que «esperaban la consolación de Israel» (cfr. Lc. 2:25-32, 38; Jn. 1:45, etc.) Jesús, sin embargo, no fue recibido por los suyos sino que fue finalmente crucificado (Jn 1:11; 5:18; 7:5; 8:59; 9:22; 10:31; 11:47-50; 12:10-11; 37:40; 19:6-16; cfr. Mt. 13:3, 10-15, 21-38; 22:2-7; 23:37-39; 26:59; 27:20-25; Lc. 11:29-32; 19:14, etc.). Los profetas ya habían preanunciado claramente el rechazamiento del Mesías por parte de su propio pueblo (Is. 49:7; 52:14; 53:1-8; Sal. 2:1-2; cfr. Hch. 4:25-27; Sal. 22:7; Zac. 11:12-13; 12:10, etc.). Las palabras de Cristo relacionan directamente este hecho con la destrucción de Jerusalén y la dispersión mundial de los judíos (Mt. 21:38-43; 22:7; 23:36, 38; 24:2; Lc. 19:41-44; 21:20-24; 23:28-31). La dispersión de Israel por toda la tierra, igualmente anunciada por los profetas (Dt. 4:27; 28:64, 68; Jer. 9:16; cfr. Jer. 29:14; 31:8; Is. 43:5-6), fue sumamente intensificada después de la toma de Jerusalén por parte de Tito en el año 70 d.C.
A partir de este trágico acontecimiento, se cumplen tres predicciones bíblicas de una forma maravillosa:
(a) Dios ha preservado la existencia misma de un pueblo, al que ha prometido preservar hasta el fin de los tiempos (Jer. 31:35-36; Lv. 26:44-45; Ez. 11:16);
(b) este pueblo dispersado ha conocido grandes sufrimientos, pero Dios juzgará a todos aquellos que lo hayan afligido, según Gn. 12:3; Dt. 28:65-67; Lv. 26:36, 38-39; Jer. 30:11; Os. 3:4; Zac. 2:8. Las persecuciones lanzadas sobre los judíos constituyen una vergüenza para los países pretendidamente cristianos.
(c) durante la ausencia de los judíos, Palestina quedó convertida en un desierto (Lv. 26:33-34; Dt. 29:22-25; Is. 5:6; 6:11-12; Zac. 7:14).
3. La resurrección y conversión de Israel.
Ezequiel tuvo una emocionante visión de la reunión y de la resurrección nacional de Israel, dispersado entre todas las naciones (Ez. 37:1-14). Dios ha prometido de manera formal que devolverá a su pueblo al país de sus padres (Ez. 34:13-14; 36:24; 37:25; Is. 14:1-2; 34:16-17, etc.). Parece que ha empezado a hacerlo ya bajo nuestra mirada con el retorno de judíos a Palestina. El desierto y la aridez vuelven a florecer (Is. 35:1-10; Ez. 36:10, 11, 33, 38), se han plantado millones de árboles y se está desarrollando la agricultura en el mismísimo desierto del Neguev. Esta renovación exterior prepara la conversión final de Israel a su Mesías, conversión anunciada tanto por el AT como por el NT (Ez. 36:24-27; 39:28, 29; Zac. 12:10; 13:8-9; Hch. 3:19-20; Ro. 11:11-15, 23, 25-31). Esta conversión será la señal de maravillosas bendiciones para el mundo, y el preludio del establecimiento del reino glorioso del Señor. El creyente tiene motivos para gozarse, al ver cómo los planes de Dios están empezando a materializarse, y tiene renovados motivos para orar, con fe, «por la paz de Jerusalén» (Is. 62:6, 7).
El Estado de Israel.
Desde finales del siglo XIX, los judíos han establecido en Palestina numerosas colonias agrícolas, alentadas en parte por la familia Rothschild. El movimiento Sionista, fundado en 1897, hizo mucho para preparar el retomo de los israelitas a su patria. Un impulso adicional lo fue la famosa «Declaración Balfour», prometiendo a los judíos en nombre de Su Graciosa Majestad Británica que, después de la Primera Guerra Mundial, se constituiría un Hogar Nacional Judío en la tierra de sus padres. Después de las persecuciones nazis, en las que fueron asesinados alrededor de 6 millones de judíos, hubo una corriente migratoria aún más intensa a Palestina, a pesar de la creciente oposición de los árabes y de los británicos. Finalmente, en el momento en que Inglaterra abandonaba su mandato sobre el país, era proclamada, el 15 de mayo de 1948, la independencia del Estado de Israel. Desde la conquista de Nabucodonosor, Israel había conocido 2.555 años de sometimiento y de dispersión. Sin embargo, los ejércitos de cinco naciones árabes, Líbano, Siria, Transjordania, Irak y Egipto se lanzaban al asalto de la joven nación. Las tropas de Israel pudieron resistir el embate, pero las tropas de Transjordania, mandadas por oficiales británicos, pudieron tomar la ciudad vieja de Jerusalén, y mantener los territorios de Judea y Samaria. La Organización de las Naciones Unidas intervino, y se estableció un precario armisticio en 1949. En 1956, Israel se midió con Egipto, debido al bloqueo a que los egipcios tenían sometidos a los israelitas en el golfo de Ákaba. Israel ocupó el Sinaí, que fue abandonado ante las firmes garantías internacionales de libertad de navegación. El 5 de junio de 1967, después de una serie de tensiones en aumento, y de un prolongado bloqueo del golfo de Ákaba por parte de Egipto, y ante los movimientos de tropas árabes que indicaban un ataque inminente, Israel lanzó un ataque relámpago sobre Egipto, Jordania y Siria, que en menos de una semana llevaba a sus ejércitos al canal de Suez, ocupando toda la península del Sinaí, a la conquista de toda Judea y Samaria, desalojando de allí a las tropas jordanas, liberando además la ciudad vieja de Jerusalén y devolviéndola finalmente a Israel, y desalojando a los sirios de las alturas del Golán, desde donde habían estado cañoneando intermitentemente las colonias agrícolas judías en la Alta Galilea. Nuevamente, la intervención de las Naciones Unidas impuso un armisticio, aunque Israel se negó a abandonar los territorios conquistados. Las garantías internacionales del pasado habían sido siempre papel mojado. La cuarta guerra fue la desencadenada por un ataque por sorpresa de los egipcios, cruzando el canal de Suez el 6 de octubre de 1973, con la esperanza de recuperar los territorios perdidos en 1967. Los sirios abrieron un segundo frente, apoyando este ataque. Sin embargo, la reacción israelita de cruzar a su vez el canal de Suez, cortando las líneas de aprovisionamiento del ejército egipcio, y embolsando a las tropas atacantes, produjo el hundimiento de la ofensiva. Una iniciativa de paz del presidente Anwar al-Sadat, viajando a Jerusalén para entrevistarse con el primer ministro Menahem Begin en 1978, llevó a un proceso de devolución del Sinaí, y a la firma de un tratado de paz en 1979 entre Israel y Egipto. Pero sigue habiendo tensiones entre Israel y los países árabes circundantes, especialmente con el problema del desplazamiento de los árabes palestinos, consecuencia de una guerra desencadenada por los árabes en 1948, y que, en lugar de resolver, como los judíos resolvieron el de sus refugiados en los campos de Europa después de la Segunda Guerra Mundial, han querido mantener, para instrumentalizarlo políticamente, apelando a la enorme carga emotiva que conlleva un problema humano de este tipo.
La resurrección de la nación de Israel ha conllevado la resurrección del hebreo, que era una lengua muerta, y que ahora es un idioma moderno y floreciente. La Universidad Hebrea de Jerusalén es un foco de actividad cultural de gran prestigio mundial. A pesar de sus problemas económicos, causados por los gastos militares que se ven obligados a mantener, Israel tiene una industria y agricultura boyantes, y compiten agresivamente en el mercado europeo de cítricos con países como España e Italia. Las riquezas del mar Muerto son objeto de explotación comercial, y constituyen, en lo material, la mayor riqueza de Israel.
Sin embargo, ha de llegar todavía el día en que Israel reconozca nacionalmente su mayor tesoro, el Mesías rechazado y que ha de volver. Los profetas anuncian que el día de la venida de Cristo, para Israel, vendrá precedida del día de la angustia de Jacob (véase TRIBULACIÓN [LA GRAN]). En este período, la nación pasará por durísimas pruebas, al final de las cuales aparecerá el Señor Jesucristo. Zacarías describe la emocionante escena del reconocimiento por parte de Israel de «el que traspasaron» (Zac. 12:10-14), con el profundo arrepentimiento nacional del remanente de Israel. Entonces entrará Israel en el disfrute del reino milenial bajo el reinado del Mesías, que tanto los ama, y que se dio «por la nación; y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn. 11:51, 52). (Véanse MILENIO, IGLESIA.)
La higuera infructífera, imagen usada por el Señor, maldecida por su ausencia de fruto (Mt. 21:18-19; Mr. 11:13, 21), es presentada después como parábola de Israel (
véase HIGUERA, cfr. Mt. 24:32; Mr. 13:28-30; Lc. 21:19-33; cfr. Lc. 13:6-9). Seco de muerte durante mucho tiempo, del tronco de esta nación vuelven a brotar hojas. Esto constituye un signo evidente de que la venida del Señor está cerca. (Véanse HEBREO, HISTORIA BÍBLICA, JERUSALÉN, JUDÁ, JUDÍO, y también EGIPTO, ÉXODO.)


******tomado del diccionario bíblico Vila-Escuaín.

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