domingo, 16 de enero de 2011








"¡Oh, pecador condenado! Tú puedes estar aquí hoy, condenado como
el prisionero de Newgate (famosa prisión de Londres para los
condenados a muerte); pero antes de que pase este día, tú puedes estar
tan libre de culpa como los ángeles del cielo. Hay vida legal en Cristo, y,
¡bendito sea Dios! algunos de nosotros la tenemos. Sabemos que
nuestros pecados son perdonados porque Cristo sufrió el castigo
merecido por esos pecados; sabemos que nosotros mismos no podremos
ser castigados, pues Cristo sufrió en lugar nuestro. La Pascua ha sido
sacrificada por nosotros; el dintel y los postes de la puerta han sido
rociados y el ángel exterminador no puede tocarnos jamás. Para
nosotros no hay infierno, aunque esté ardiendo con terribles llamas. No
importa que Tofet esté preparado desde hace mucho tiempo, y tenga un
buen suministro de leña y mucho humo, nosotros nunca iremos allí:
Cristo murió por nosotros, en nuestro lugar. ¿Qué importa que haya
instrumentos de horrible tortura? ¿Qué importa si hay una sentencia
que produce los más horribles ecos de sonidos atronadores? ¡Sin
embargo, ni los tormentos, ni la cárcel, ni el trueno, son para nosotros!
En Cristo Jesús hemos sido liberados. “Ahora, pues, ninguna
condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan
conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.”


(...)



Continuando, en segundo lugar, hay vida espiritual en Cristo Jesús.
Como el hombre está muerto espiritualmente, Dios tiene una vida
espiritual para él, pues no hay ninguna necesidad que no pueda ser
suplida por Jesús, no hay ningún vacío en el corazón, que Cristo no
pueda llenar; no hay ningún lugar solitario que Él no pueda poblar, no
hay ningún desierto que Él no pueda hacer florecer como una rosa.
¡Oh, ustedes pecadores que están muertos! que están muertos
espiritualmente, hay vida en Cristo Jesús, pues hemos visto ¡sí! estos
ojos lo han visto, que los muertos reviven; hemos conocido al hombre
cuya alma estaba totalmente corrompida, pero que por el poder de Dios
ha buscado la justicia; hemos conocido al hombre cuya visión era
completamente carnal, cuya lujuria lo dominaba plenamente, y cuyas
pasiones eran muy poderosas, pero que, de pronto, por un irresistible
poder del cielo, se ha consagrado a Cristo, y se ha convertido en un hijo
de Jesús.

Sabemos que hay vida en Cristo Jesús de un orden espiritual; sí, y
más aún, nosotros mismos, en nuestras propias personas, hemos
sentido esa vida espiritual. Recordamos muy bien cuando estábamos en
la casa de oración, tan muertos como el propio asiento en el que
estábamos sentados. Habíamos escuchado durante mucho, mucho
tiempo el sonido del Evangelio, sin que surtiera ningún efecto, cuando
de pronto, como si nuestros oídos fuesen abiertos por los dedos de
algún ángel poderoso, un sonido penetró en nuestro corazón. Creímos
escuchar a Jesús que decía: “El que tenga oídos para oír, oiga.” Una
mano irresistible apretó nuestro corazón hasta arrancarle una oración.
Nunca antes habíamos orado así. Clamamos: “¡Oh Dios!, ten
misericordia de mí, pecador.”
¿Acaso algunos de nosotros no hemos sentido una mano que nos
apretaba como si hubiésemos sido sorprendidos en un vicio, y nuestras
almas derramaban gotas de angustia? Esa miseria era el signo de una
nueva vida. Cuando una persona se está ahogando no siente tanto
dolor como cuando logra sobrevivir y está en proceso de recuperación.
¡Oh!, recordamos esos dolores, esos gemidos, esa lucha encarnizada
que nuestra alma experimentaba cuando vino a Cristo. ¡Ah!, podemos
recordar cuando recibimos nuestra vida espiritual tan fácilmente como
puede hacerlo un hombre que ha resucitado de su sepulcro. Podemos
suponer que Lázaro recordaba su resurrección, aunque no recordara
todas las circunstancias que la rodearon. Así nosotros también, aunque
hayamos olvidado mucho, ciertamente recordamos cuando nos
entregamos a Cristo. Podemos decir a cada pecador, sin importar cuán
muerto esté, que hay vida en Cristo Jesús, aunque esté podrido y lleno
de corrupción en su tumba. El mismo que levantó a Lázaro nos ha
levantado a nosotros; y Él puede decir, aún a ti pecador: “¡Lázaro!, ven
fuera.


(...)



Ahora, otro texto: “El que a mí viene (noten que las promesas son
casi siempre para los que vienen) no lo echo fuera.” Todo aquel que
venga encontrará abierta la puerta de la casa de Cristo, y la puerta de
Su corazón también. Todo aquel que venga (lo digo en el sentido más
amplio) encontrará que Cristo tiene misericordia de él. La cosa más
absurda del mundo es querer tener un Evangelio más amplio que el que
está contenido en la Escritura. Yo predico que todo hombre que cree
será salvo: que todo hombre que viene hallará misericordia.
La gente me pregunta: “Pero supongamos que un hombre que no es
elegido viene, ¿será salvo?” Tú estás suponiendo una cosa sin sentido y
no te la voy a responder. Si un hombre no es elegido, nunca vendrá.


(...)



¿Puedo decir: hay justicia
para cada uno de ustedes, hay vida para cada uno de ustedes?” No; no
puedes. Puedes decir: hay vida para todo el que viene.


(...)



“Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.”
Ahora, debemos decirles las razones por las que los hombres no
quieren venir a Cristo. Primero, porque ningún hombre por naturaleza
considera que necesita a Cristo. Por naturaleza el hombre considera
que no necesita a Cristo; considera que está vestido con sus ropas de
justicia propia, que está bien vestido, que no está desnudo, que no
necesita que la sangre de Cristo lo lave, que no está rojo ni negro, y que
no necesita que ninguna gracia lo purifique. Ningún hombre se da
cuenta de su necesidad hasta que Dios no se la muestre; y hasta que el
Espíritu Santo no le haya mostrado la necesidad que tiene de perdón,
ningún hombre buscará el perdón. Puedo predicar a Cristo para
siempre, pero a menos que sientan que necesitan a Cristo, jamás
vendrán a Él. Puede ser que un doctor tenga un consultorio muy
bueno, y una farmacia bien surtida, pero nadie comprará sus
medicinas a menos que sientan la necesidad de comprarlas.
La siguiente razón es que a los hombres no les gusta la manera en
que Cristo los salva. Alguien dice: “No me gusta porque Él me hace
santo; no puedo beber o jurar si Él me ha salvado.” Otro afirma:
“Requiere de mí que sea tan preciso y puritano, y a mí me gusta tener
mayor libertad.” A otro no le gusta porque es tan humillante; no le
gusta porque la “puerta del cielo” no es lo suficientemente alta para
pasar por ella con la cabeza erguida, y a él no le gusta tener que
inclinarse. Esa es la razón principal por la que no quieren venir a
Cristo, porque no pueden ir a Él con las cabezas erguidas; pues Cristo
los hace inclinarse cuando vienen. A otro no le gusta que sea un asunto
de la gracia desde el principio hasta el final. “¡Oh!” dice:”si yo pudiera
llevarme algo del honor.” Pero cuando se entera que es todo de Cristo o
nada de Cristo, un Cristo completo o sin Cristo, dice: “no voy a ir,” y
gira sobre sus talones y se va.
¡Ah!, pecadores orgullosos, ustedes no
quieren venir a Cristo. ¡Ah!, pecadores ignorantes, ustedes no quieren
venir a Cristo, porque no saben nada acerca de Él."




Charles Spurgeon

tomado de www.spurgeon.com.mx


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